El peligro del “disruptor” endocrino empieza a ser pavoroso y la ciencia no tiene una forma clara de combatirlo: Produce alteraciones hormonales (I) Un artículo del doctor Juan José Granizo

Los machos de águila calva de Florida no entran en periodo de celo, no demuestran ningún interés por las hembras y en consecuencia no nacen nuevos pollos.
Los tritones machos en Escocia tienen rasgos anatómicos femeninos.
Los recuentos de espermatozoides en humanos están disminuyendo de manera dramática desde mediados del siglo XX en todo el mundo, aumentando la infertilidad de los hombres.
Pareciera como si las hormonas sexuales masculinas, los andrógenos, hubieran dejado de tener efecto en todo el planeta, afectando por igual a humanos y animales.
¿Qué tienen en común todos estos hechos?
La explicación más razonable debe estar en un factor ambiental, que actualmente denominamos interruptor endocrino, aunque por una mala traducción del inglés lo que ha prosperado en la prensa y la literatura es el anglicismo “disruptor” endocrino.
En 1953 se descubrió que el DDT, un insecticida de amplísimo uso y sumamente eficaz, producía en animales un efecto similar al de los estrógenos, las hormonas sexuales femeninas.
Más tarde el PCB, un plástico extraordinariamente estable con un masivo empleo como aislante, se añadió a la lista de sustancias químicas que simulaban efecto estrogénico.
En los años 70 ambos materiales se prohibieron en EEUU con lo que se redujo la mortalidad de los animales salvajes en ese país, pero entonces fue cuando se empezó a descubrir que la fauna superviviente y sus descendientes presentaban anomalías en los sistemas inmunitario, neurológico, endocrino y reproductor.
A partir de ese momento, la ciencia comprendió que algunos plásticos de uso común liberan como contaminantes sustancias que simulan o bloquean (según su naturaleza química) las hormonas sexuales masculinas, femeninas o la progesterona (la hormona fundamental en el mantenimiento del embarazo), la insulina, los corticoides…
Algunos medicamentos y otro tipo de moléculas y materiales se sumaron a esta lista junto con algunos productos naturales, como los estrógenos vegetales.
La idea de lo que ahora llamamos “disruptores endocrinos” fue propuesta por primera vez en una conferencia organizada por la Dra. Theo Colborn, del World Wildlife Fund en el año 1991, para analizar el efecto de esos contaminantes químicos sobre el sistema endocrino de los animales salvajes.
El hecho de que fueran ecologistas los propulsores del concepto ha hecho que muchas personas, incluyendo los investigadores, desconfíen sobre su importancia o que consideren que su efecto se limita a la fauna.
Casi 40 años después de esa conferencia, la gravedad de lo que sabemos, especialmente su impacto en humanos, ha convertido este tema en una de las prioridades de la ciencia y de la salud pública.
En concepto, un disruptor endocrino es una sustancia química, principalmente artificial (por tanto es un contaminante) que bloquea o simula la acción de una hormona.
En un principio se pensó que su impacto se limitaba a las hormonas sexuales, afectando a la reproducción. Pronto se identificaron efectos en el sistema endocrino, luego en la neurología (con alteraciones de la conducta en animales y alteraciones del aprendizaje en humanos) y también en el sistema inmunitario.
De hecho, la evidencia experimental demuestra, que al menos en el laboratorio, algunas de estas sustancias aumentan el riesgo de cáncer en animales.
No hemos tardado mucho en empezar a buscar relaciones entre estos compuestos y la incidencia alarmante de alergias, algunos tipos de cáncer y de trastornos del comportamiento como el autismo o el trastorno por déficit de atención e hiperactividad. Por el momento, son sugerentes hipótesis.
Pero pensar que pueden ser ciertas, produce vértigo.
¿Cómo no hemos descubierto antes este problema?
La explicación es su extraordinaria complejidad. Ni teníamos buenas herramientas de investigación ni conocíamos en profundidad la fisiología de algunos de los sistemas que pueden verse afectados.
Uno de los problemas con lo que ha tropezado la investigación epidemiológica y toxicológica con estos contaminantes es que su actividad es muy distinta a la de otras sustancias tóxicas.
Al bloquear o estimular receptores hormonales, su impacto es desproporcionado en relación a las dosis, de manera que demostrar que a más dosis, hay más efecto ni tiene sentido, ni es viable.
Por otra parte, muchas de estas sustancias son muy volátiles y es complicado detectarlas en el ambiente con los medios habituales por que sus concentraciones son aparentemente insignificantes.
En el organismo, sus niveles en sangre son indetectables y para su identificación son necesarios caros y sofisticados análisis mediante biopsia del tejido graso donde se acumulan de manera preferente y como comprobado, a veces de forma masiva.
Ha resultado que el tejido adiposo es el vertedero natural de estos tóxicos.
Por si esto no era bastante, nos encontramos que los efectos de estas sustancias son distintos en la fase embrionaria o fetal, en niños recién nacidos, que en adultos. Y hasta son distintos en machos que en hembras.
Lo que ingieren los padres, puede afectar a su descendencia y para rizar más el rizo, el daño quizás solo sea visible cuando esta descendencia alcance la edad adulta.
Dicho de otra manera, la toxicología tradicional ha sido completamente incapaz de demostrar su impacto. Los interruptores endocrinos han sobrepasado nuestra capacidad de análisis epidemiológico y toxicológico y nos han obligado a desarrollar nuevos métodos de investigación.
Ahora bien, ¿Cuál es su efecto demostrado hasta ahora y que sospechamos que pueden hacer? .
Y sobre todo, ¿Qué podemos hacer para prevenir este problema?.
La semana que viene abordaré estas dos cuestiones, que por espinosas, requieren una explicación cuidadosa.
Juan J. Granizo, especialista en Medicina Preventiva y Salud Pública