De la moderna ‘cita previa’ como abuso de poder y de cómo el gobierno que aspire a ser algo más que una oficina de empleo debiera prescindir de ella. Un artículo de Domingo Domené
En mi juventud la palabra cita tenía un solo significado: encuentro con la chica guapa que no te hacía mucho caso. Ese contagio semántico de matiz ¿amoroso? se vio reforzado cuando me enteré de que había casas de citas. (Por cierto: las lenguas viperinas dicen que el suegro de un destacado político era propietario de varias casas de citas en Madrid).
Ya en mi madurez, casi senectud, empecé a oír hablar de cita previa con un matiz totalmente diferente. Lo de cita previa es uno de los muchos pleonasmos, o uso innecesario de vocablos, que cada día usan más quienes quieran darse un aire de saber que frecuentemente no tienen. Si una cita es el señalamiento de un día, hora y lugar para encontrarse dos o más personas, el adjetivo previa es innecesario ya que el acuerdo para el encuentro es necesariamente previo al encuentro mismo. (Otro pleonasmo muy en uso, casi una memez, es lo de memoria histórica; tanto la memoria como la historia de refieren al pasado; no puede hablarse ni de una memoria presente ni de una memoria futura).
La primera vez que oí hablar de cita previa fue hace años cuando uno de mis hijos no se pudo levantar por encontrarse muy mal. Fui al centro de salud para que pedir que un médico viniera a visitarle. La monitonta (una chica mona, pero tonta) me preguntó con una cierta displicencia: -¿Tenía usted cita previa con el médico? Mi respuesta: -¿Es que tengo que acordar con el médico cuando puede enfermar mi hijo?
No hace mucho, un par de meses o así, fui a entregar unos papeles a las oficinas del Instituto de la Seguridad Social aquí en Pozuelo. Había una gran cola integrada en casi tu totalidad por trabajadores asalariados. Era necesario sacar un número. Cuando me tocó el turno el recogepapeles no quiso aceptarlos. Por lo visto yo tenía que haber pedido cita previa. Le di un educado corte de mangas, me vine a la oficina de Correos y acogiéndome a la Ley de Procedimiento Administrativo los envíe por correo certificado. No cuento el final de la aventura que días después acabó regular. Por cierto: he visto pocos lugares donde se menosprecie tanto al ciudadano como en esa oficina recogepapeles.
Hace unos días iba curioseando por la calle y pasé junto a la Concejalía de Familia, Asuntos Sociales y Mujer de aquí, de la villa de Pozuelo. Entré para hacer una pregunta breve (como mucho de un minuto) que requería una respuesta igualmente breve. Una señorita muy amable me dijo que ella estaba muy ocupada, llamó a media concejalía y todos estaban igualmente atareados, me dio la consabida cita previa para un día en el cual yo no estaría en Pozuelo. Su respuesta y sus llamadas telefónicas duraron más tiempo del que yo hubiera empleado en formular mi pregunta y ella en darme la respuesta. (Días después pude hablar con la concejala correspondiente: ambas cosas, pregunta y acertada respuesta, no duraron ni dos minutos).
Conclusiónes: La cita previa en la función pública es un sinsentido. El tiempo de los funcionarios debe estar al servicio de los ciudadanos y no al revés.
La cita previa en la función pública es un abuso de poder y posiblemente de ineficacia. Recurren a ella las oficinas y los funcionarios que peor funcionan.
Todo buen buen gobierno que aspire a ser algo más que una simple oficina de empleo debiera prescindir de la cita previa.
Tengo constancia personal que en ciertas oficinas municipales los frecuentemente denostados políticos están en contra de la cita previa e incluso sé que algunos tratan de anularla o al menos de simplificarla. Es una batalla que casi siempre pierden frente a loa sindicaleros.
Domingo Domené