Doctor: ¿por qué no quiere tocarme? (La frialdad de una consulta médica)
Hoy he venido yo de hacerme un TAC. Para quien no lo sepa, es una técnica de imagen que se obtiene con los mismos rayos X de las radiografías normales, pero usados de forma distinta. Es como si para observar el interior del cuerpo desde todos los ángulos se hiciera girar al paciente mientras le sacan imágenes radiográficas. Sólo que en vez de darle vueltas al enfermo como un pollo en la parrilla, lo que da vueltas es el aparato en torno al paciente. En cada uno de esos giros, se obtiene una exploración que son como sucesivas rebanadas que luego se tratan con un algoritmo para reconstruirlas y unirlas. De este modo se generan unas imágenes de una altísima calidad (incluso e 3D) nunca conseguida hasta que esta técnica se popularizó. Son apenas diez minutos de estar metido en una especie de donut gigante sin dolores ni molestias, y se acabó la historia.
¿Y para qué cuento todo esto? Bueno, en principio por mi vicio vital. Me gusta la ciencia y me gusta su divulgación. Luego, porque me parece increíble el avance que ha experimentado la imaginería médica (ecografías, resonancias, etc) para observar el interior del cuerpo humano y sus posibles patologías. Pero mi comentario central va dirigido a un fenómeno que todos hemos experimentado en las consultas médicas, pero que apenas suele generar comentarios, y mucho menos polémicas.
Y es que, gracias a todas estas técnicas, los médicos apenas te miran a ojo desnudo, y apenas te palpan, te examinan o te auscultan. En fin, que no te tocan. Y no es que yo padezca ninguna perversión especial a favor de que los doctores o doctoras te metan mano. Pero lo cierto es que, antes, cuando ibas al médico y le decías que te dolía la barriga, te hacían tumbarte en aquella especie de camilla de campaña, te arremangaban los refajos y te clavaban los deditos en muchos puntos de tu doliente tripa. También les daba por usarla como tambor, con una mano sobre la otra y escuchaban con mucha atención las resonancias generadas por todas las zonas de tu bombo.
Pero ahora, eso casi se acabó. Es posible que tú, con el ímpetu que te proporciona el saber que, quizá por primera vez, alguien (y no cualquier “alguien”) escucha tus múltiples sufrimientos, comienzas a contarle que allí te duele más cuando te levantas, y allá al otro lado las molestias se producen inmediatamente antes o después de las comidas. Pero el imperturbable doctor no parece si siquiera estarte escuchando. Escribe y escribe un misterioso parte (¿qué escribirá, si apenas le has dicho nada?) que al final te entrega. “Tenga. Quiero esta analítica, esta ecografía y este TAC. Y pida a mi secretaria cita para el próximo mes”. “¿Y eso es todo?, te preguntas tú. ¿Nada más?”
Pues sí, eso es todo. Nada más hasta que le traigas las pruebas prescritas. Agarras tus bártulos, das media vuelta y sales de la consulta. ¿Y para eso te has estado tú en casa antes de venir palpando aquí y allá, notando ese raro abultamiento bajo las costillas o el dolor agudo que te oprime el costado cuando tomas aire con fuerza?
Ya he empezado diciendo que no tengo nada contra las pruebas de imagen. Todo lo contrario. En la actualidad se han convertido en auxiliares imprescindibles de la medicina y con seguridad han salvado miles de vidas. Pero yo creo que ni toda la imaginería del mundo pueden suplir la magia de un examen dirigido con atención e interés hacia el paciente (y cliente, no lo olvidemos). O a lo mejor todo se reduce a un efecto psicológico consistente en el consuelo que siente un enfermo cuando unas manos expertas y amigas te tocan. En todo caso, no podrían ser compatibles y complementarias?
Para mí al menos sí lo son. Y acabo relatando una experiencia personal. Hace años tuvieron que hacerme una gastroscopia. Bueno, ya sabes… Te meten por el esófago un tubo con una luz y una microcámara, y te miran a ver qué posibloes porquerías tienes en tu estómago. La prueba se hace -al menos a mí me la hicieron sin anestesia- y ya me habían advertido de que era dolorosa y muy molesta. Pero entre el personal que me atendió había una enfermera joven y dulce que, a lo largo de todo el proceso me agarraba de la cabeza con ternura y me decía “Ya, cariño, ya acabamos, ya se va a pasar”. Desde luego sigo creyendo que no fue una experiencia precisamente agradable, pero gracias a aquél ángel sin alas, que seguramente por error acabó en la SS, fue perfectamente tolerable. Y aún después de los años internamente sigo dando las gracias a aquella chiquilla.
¿Qué pasa, que somos muy exigentes queriendo que nos toquen? Pero hombre, si sólo hay que ver a un grupo de chimpancés abrazándose y consolándose para darse cuenta de hasta eso tenemos en común con nuestros lejanos primos primates.
Aceptad un TAC, claro que sí. Pero pedid que os soben la barriga un poco en busca de vuestros dolores. ¿Y si notan algo importante, eh? Poseso.
Abelardo Hernández