Las legiones de Roma
Desde hace unas cuantas semanas mi vida está transcurriendo en el Imperio Romano. No en la Roma actual, claro, sino en la pintada por la formidable paleta cromática del escritor Santiago Posteguillo, que con una trilogía compuesta por tres volúmenes -Los Asesinos del Emperador, Circo Máximo y La traición de Roma-, ha centrado su obra en el periodo histórico situado hacia el siglo III a.C, durante los enfrentamientos bélicos que tuvieron lugar entre dos colosales soldados de la antigüedad cuyas estrategias aún son analizadas y estudiadas en las academias militares: el hispano Publio Cornelio Escipión, El Africano, y el cartaginés Aníbal Barca.
He admirado esa Roma llena de contrastes entre el esplendor de los espectaculares coliseos, palacios y templos dedicados a todos los dioses del panteón romano, y la sucia miseria urbana donde se agolpa una multitud de prostitutas, comerciantes, ladrones, esclavos y la siempre temida guardia pretoriana. Una Roma donde pululaban las alianzas, las conjuras, las traiciones y las conspiraciones. Un escenario grandioso y feroz donde sus personajes oscilan entre el desbordado deseo de lograr más poder y más gloria con el sinvivir de intuir la presencia de secretas sombras que intentan arrebatárselos.
Pero también en la pluma incansable de Posteguillo he viajado hasta los confines mismos del Imperio. He formado parte de las legio romanas, de las tropas cartaginesas; caminé junto a los elefantes que tan dificultosamente atravesaron los Alpes al lado de las catapultas y las enormes máquinas de asedio. He presenciado masivos enfrentamientos en los campos de batalla de Hispania, en la Itálica, en la lejana Germania, cerca del puente imposible que el arquitecto Apolodoro construyó para Trajano sobre el caudaloso Danubio y que durante mil años fue el más largo del mundo. He estado, finalmente a los pies de las murallas de Roma, junto a Aníbal, preguntándome por qué misteriosa razón el caudillo cartaginés no quiso destruir la capital del odiado Imperio. Observé con asombro el asedio y rendición de Cartago Nova, de Sagunto, de infinitas fortalezas y ciudades que tras heroicas resistencias eran destruidas, violadas, saqueadas, y sus habitantes, ya fueran ancianos, mujeres o niños, asesinados para que el ejemplo cundiera y los siguientes enclaves enemigos no presentaran resistencia.
Aníbal y Escipión: dos enemigos irreconciliables que, sin embargo, se admiraban mutuamente. Así cuentan en scipioafricanusblog que un día en que ambos coincidieron en un gymnasium, el Africano preguntó al cartaginés quién le parecía que era el mejor general de la historia, Aníbal le dijo: “Alejandro de Macedonia”.
Escipión asintió al respecto, y le volvió a preguntar quién sería el segundo. Aníbal respondió que Pirro de Epiro, “pues no es posible encontrar a nadie más sumamente valeroso que estos dos reyes”.
Escipión molesto volvió a preguntar a quién le concedería la tercera posición, esperando con certeza ser él. Pero Aníbal dijo: “A mí mismo, pues cuando aún era joven conquisté Iberia y crucé con un ejército los Alpes hasta Italia, sin que ninguno de vosotros fuera capaz de derrotarme; devasté 400 ciudades y llevé el combate cerca de vuestra ciudad, sin que se me enviaran recursos ni soldados desde Cartago”.
Como Escipión veía que Aníbal no paraba de elogiarse, dijo riéndose: ‘¿Dónde te pondrías a ti mismo, Aníbal, si no hubieras sido derrotado por mí?’. Aníbal dijo: ‘Yo por mi parte me pondría a mí mismo por delante de Alejandro’. Al actuar de esta forma, Aníbal continuo elogiándose, pero también, como sin quererlo, honró a Escipión, ya que había subyugado a alguien mejor que Alejandro”.
Increíbles estrategas a los que por alguna secreta razón el destino quiso unir en innumerables y sangrientos enfrentamientos, pero también en aquellos tristes y decepcionantes finales de sus vidas: dos personajes que parecían llamados a conquistar y a dominar el mundo, pero que ni el sacrificio de decenas de miles de sus tropas sirvió para librarles de la caída y del infortunio final. Y si la historia tiene razón, ambos generales coincidieron hasta en el mismo día de su muerte.
Ya lo afirma Posteguillo en una reciente entrevista: “Fue como si Escipión se me rebelara y me dijera: “déjame hablar a mí, a mí, en primera persona, déjame que diga yo lo que pienso”. Y eso hice: le dejé hablar”. Y nosotros añadimos: vale la pena escucharle.
Abelardo Hernández.