Trabajo, competencia y honradez es lo que se necesita en los países originarios de los refugiados
Si habitualmente tiendo a ser poco correcto políticamente, hoy lo voy a ser especialmente. Y lo voy a ser porque la situación que vivimos en Europa me parece especialmente grave, y creo que muchísimo más lo será en el futuro. No estamos ante un fenómeno de inmigración, sino de invasión.
Ya me parece escuchar los lamentos y penas de quienes nos muestran a diario en una sucesión interminable de dramas humanitarios a esos cientos de miles, o quizá millones de personas que huyen de los horrores de sus respectivos países, ya sea las guerras o la pobreza. Niños, mujeres, ancianos… ¿Cómo no van a despertar la compasión de todo el mundo? Sí, yo me apeno muchísimo, pero sobre todo por los míos. Por mis niños, mis mujeres, mis ancianos y mis hombres. Por las situaciones de pobreza y miseria en que viven muchos de ellos, que sólo pueden agravarse si tenemos que repartir el escaso pastel que nos queda con muchas más bocas hambrientas. Por los horrores de guerras, revoluciones en busca de derechos laborables, derrocamiento de tiranos y otras mil luchas que llevamos librando en Europa durante siglos con enormes esfuerzos para lograr mayores cotas de bienestar. Y si nosotros pudimos, otros podrían.
Y lo siento mucho, pero cuando sesudos y expertos analistas me tratan de explicar la complejidad de ese avispero en el que se ha convertido el Oriente Medio, me resulta extraño que, pese a que todas las comparaciones son odiosas, no piensen en el rápido desarrollo de otros países que en un pasado no tan lejano fueron tan o más pobres que esas regiones.
Por ejemplo, Japón. ¿Ya no recordáis lo que llamamos en su día “el milagro japonés”? Entonces nos reíamos de la baja calidad de las manufacturas japonesas como hasta hace poco lo hacíamos de las chinas. Y las empresas occidentales sacaban pingües beneficios de la barata mano de obra japonesa y de sus escasos derechos laborales. Pero aprendieron, vaya si aprendieron. Hasta tal punto que casi lograron aniquilar la tradicional superioridad suiza en la fabricación de relojes, así como prácticamente liquidaron la industria fotográfica alemana. “¿Milagro japonés?” -decía irónicamente el entonces presidente de Sony- “Yo tengo más de 80 años y sigo en activo. Nuestro único secreto es que los japoneses trabajamos hasta morir”.
Y lo mismo que podemos decir de Japón es posible afirmarlo de los conocidos como “Los Cuatro Tigres Asiáticos”, esto es, Corea del Sur, Hong Kong, Singapur y Taiwán. Y, evidentemente, en los cuatro últimos años, China. A los cuales podríamos añadir el caso de Israel. Es de ley hacer constar que, salvo China, ninguno de ellos cuenta con cantidad ni variedad de recursos naturales. Pero echad un vistazo a las cifras que hablan del crecimiento de su PIB y otros factores de crecimiento y desarrollo humano.
Las causas de la prosperidad de dichos países son muy diversas, seguro. Pero todos ellos presentan una serie de factores comunes: altísimos niveles educativos, gran dedicación a la I+D, justicia rápida y efectiva, empresas punteras y empresarios arriesgados, seguridad jurídica, eficacia elevada a su más alto rango y valores morales (religiosos o no) que se traducen en bajos niveles de corrupción. Podríamos citar a China como excepción en algunos apartados, pero incluso el gran país asiático podemos apostar que más tarde o más temprano, del modo que sea, convergerá con los demás.
Nada de esto ha sucedido en los países cuyas invasiones se dirigen hacia Occidente, ni en Oriente Medio ni en África. Culturas milenarias que no parecen poder presumir de otra cosa que del recuerdo de sus pasados imperios. ¿Qué les diferencia?
Basta ya de menospreciarlos como si fueran inferiores, porque no lo son. En absoluto. Y flaco favor les estamos haciendo si les libramos de sus opresores, sus corruptelas, sus guerras o sus miserias sin permitirles que lo hagan ellos mismos. Porque es absolutamente deprimente observar que incluso gran parte de la ayuda al desarrollo que se les presta, desaparece en los bolsillos de sus dictadores. Salvo las armas, que esas sí llegan. Si quieren vivir como nosotros, que actúen como lo hicimos nosotros. Necesitan una enorme revolución social en sus usos y costumbres, sacudirse de encima a sus tiranos y ponerse a trabajar rápida y eficazmente.
Y que tengan mucha suerte en su empeño. Porque lo necesitan. Y nosotros también.
Abelardo Hernández