Norma Desmond y el Cristo de Medinaceli
(18-04-15) Esto que voy a contar ocurrió de verdad, y si bien yace en las temblorosas sombras del pasado aun reciente, me ocurrió concretamente a mí, de manera que no sólo es cierto sino que probablemente esté basado en hechos reales.
En la esplendorosa tarde madrileña del pasado Viernes Santo me disponía a acompañar a mi mujer a la procesión del Cristo de Medinaceli. Tras sortear todo tipo de aglomeraciones en la confluencia entre Fuencarral y Gran Vía y comprobar así que Madrid es una ciudad que, aún sin mar, sufre idénticos avatares que A Costa da Morte, alcanzamos la calle Montera. Animado por la certeza de que la comitiva recorrería la Carrera de San Jerónimo, y que pasaría por mi idolatrado Lhardy, decidí aparcar mi agnosticismo siquiera por un par de horas. Admito que en tal decisión pudo influir la perspectiva de la degustación de unos riñones al jerez y esa inimitable combinación de vermouth y ginebra del que es difícil zafarse sin antes verse reflejado al lado de Isabel II en su legendario espejo. En cualquier caso, empujados ambos por nuestros respectivos afanes, nos precipitamos por Montera hasta Sol.
Conviven en las terrazas y tascas de Montera hordas de madrileños más o menos castizos o empadronados con turistas de todas regiones y países, incluso de los que no existen. Franceses con el gesto exportado de Les Deux Magots, italianos que exhiben su destreza en las multitudes, prostitutas sin esquinas que no parecen prostitutas, como si la cosa no fuera con ellas, policías disfrazados de policías y que conservan todavía la expresión atónita de los asentamientos del 15M. Se aglomeran todo tipo de tiendas, hostales y hasta modernas salas de cine que invitan a la melancolía por la proximidad de las ruinas fantasmales de otros cines que en su día fueron auténticos. Hay tanta oferta en Montera que puedes sentarte a tomar un café o el menú del día y levantarte con un tatuaje en el culo. Es como si hubieran sonado otra vez las alarmas de incendio en los estudios de Cinecittà y todos los extras hubiesen salido corriendo.
Hoy Sol es una combinación entre el 15M y el Circo Price. Se mezclan, en enloquecido alambique, mimos y payasos salidos de una novela de Stephen King que arrastran a familias enteras, hombres, mujeres, niños y juraría que hasta ancianos hacia otros grupos de colonos. Destacan entre éstos, los infatigables mariachis que, en lugar de haber decidido mudarse a una terminal de aeropuerto, han preferido quedarse a vivir en la Puerta del Sol para siempre con sus rancheras pertinaces. Compiten, en su testarudez, con esos artistas de conmovedora paciencia que se mimetizan igual que algunos insectos en todo tipo de cosas sin mover un párpado (así acabarán esos mariachis de todas formas, estoy seguro.)
Madrid es una ciudad muy grande pero no tanto como para expandirse en sístole y diástole, de modo que, tarde o temprano, uno siempre acaba atrapado en un atasco humano o automovilístico. Así que ocurrió lo que tenía que ocurrir, que nos quedamos varados en una esquina de la Carrera de San Jerónimo con el Cristo a su vez igualmente varado en la misma esquina de manera que pude repasar hasta el último de sus bordados y el impecable cardado de su sacra melena. Sonaron de pronto las trompetas como en la obertura de Ben-Hur y la comitiva reanudó el paso. Y fue ahí cuando me encontré a Norma Desmond recién salida de “El crepúsculo de los dioses”.
Al principio sólo era una queja anónima y contradictoria, como la de aquellos fieles que aventuran que “Ya podía pasar el Cristo”, o cosas así, como si creyeran estar en la San Silvestre o en una carrera de sacos. Olvidaba esta mujer que las procesiones son lentas por definición, salvo cuando cae un aguacero y todo dios, valga la expresión, sale, nunca mejor dicho, a paso ligero.
Era una mujer madura, de aspecto, y elegante, también de aspecto, y ya digo que parecía haber heredado el desesperado maquillaje intemporal de la Desmond-Sawson en la obra maestra de Billy Wilder.
-¡No entiendo qué hacen todos ustedes aquí! -clamaba con un rictus de desprecio en medio de un silencio atribulado al principio y un rumor creciente de indignación, después.
Se dirigía a mí con una mirada enfurecida, eso sí, pasada por un cierto tamiz castizo, lo que le daba un aire de irresistible chulería. Era como si acabase de bajar el último peldaño de su decrépita mansión de Sunset Boulevard tras abatir, no ya a una multitud de fotógrafos en busca del último plano perfecto, sino a una legión de alabarderos.
-Parece que hay alguien que espera ver pasar una procesión -contesté con la esperanza de que mi respuesta estuviera a su altura.
-¡Pero es que no lo entiendo! -exclamó al parecer insatisfecha con mi ironía, sin duda muy alejada del talento de Wilder y Brackett. Y añadió al instante: “¡Pero es que yo tengo que ir a trabajar…al teatro!”
Recordé ese célebre chiste, al tiempo tan desconocido, según el cual una mujer pide ayuda a un socorrista en la playa gritando “¡Socorro, mi hijo, el abogado, se está ahogando!”
-¡No entiendo que hacen ustedes aquí, si el Cristo ya ha pasado! -completó por fin su queja, quién sabe si ajustando en ese momento un involuntario diagnóstico de la situación del país.
Era, en todo caso, una verdad a medias. El Cristo ya había pasado, sí, pero quedaba por pasar la Virgen, manto incluido, sin contar a decenas de personas con los tobillos encadenados que hacían deslizar un sonido silbante y estremecedor por el asfalto.
Sin duda que Norma Desmond o Gloria Swanson tenía todo el derecho del mundo a llegar puntualmente a su trabajo y es verdad que nuestra sufrida capital se ve con frecuencia acorralada en sí misma por cortes de calles por motivos de muy variada índole, como en Semana Santa, una vez al año, con procesiones a las que mucha gente desea asistir por mucho que luego sufran la despectiva comparación con las de otras ciudades.
Comprendo a los que se pongan al lado de Norma Desmond y su derecho a poder llegar a tiempo a su puesto de trabajo, sea en un teatro o en una pizzería, así como a los que no entendieron sus enfurecidos reproches, pero Madrid es una ciudad en la que todos cabemos y que admite milagros, como en Milán, que aquí también sacamos petróleo de donde no lo hay, así que estoy seguro que Norma Desmond llegó a tiempo a su función. Me baso además en la contradictoria certeza del agnóstico que confía en la reputación de los santos. Por eso estoy seguro que, al salir al escenario, se encontraría con muchos de los que antes contemplaban al Santo y ahora la contemplaban a ella: “No hay nadie más, sólo nosotros y toda esa gente maravillosa en la oscuridad, estoy preparada para mi primer plano Sr. De Mille”. Y ojala entonces obtuviese el mismo, distinto y loable aplauso que esa gente que, de manera incomprensible para ella, se lo ofrecía minutos antes al Cristo de Medinaceli.
Antonio Muñoz