“La sonrisa de Lobna”: Artículo homenaje a la mujer asesinada en Pozuelo, escrito por una madre que la conoció a las puertas del colegio de sus hijos y terminaron siendo amigas

(Este fin de semana, una lectora nos ha enviado un artículo homenaje a Lobna, la mujer a quien su marido mató hace unos días en Pozuelo, y a la que conoció a la puertas del colegio de sus hijos y se hicieron amigas. Un homenaje que publicamos por su interés humano)
Lobna, la sonrisa más radiante entre las madres del colegio. Cada mañana, iba corriendo detrás de su pequeña hijita de seis años que me saludaba: “Hola, mamá de Ulises!”. Lobna, una mujer bien dinámica, no lo tenía nada fácil: llevar y traer a los niños del cole le tocaba casi siempre en exclusiva, a su marido se le ha visto con ellos pocas veces. De los cuatro niños que tenía esa jovencita de 32 años, al menos dos podrían parecer esos patitos de los videos, que se desvían del cuerpo materno y hay que orillarlos con el hocico a la acera. “Vamos, Marua!”, “No corras, Moha!”, gritaba a su prole, mientras apretaba el paso hacia la puerta y me dedicaba la primera sonrisa de la mañana.
Tras dejar a los niños en la puerta, había más y más sonrisas. Lobna tenía dentro una alegría y optimismo para regalar a cualquiera de esas tristes y amargadas personas llevando a su muchachada al colegio por la mañana. Ella saludaba con fuerza, se reía a carcajadas, nunca olvidaba preguntar por cómo estabas, y tus peques, y tu marido, y tus padres… Y cuando ya contestaba sobre su propia vida, trataba de quitarle la importancia a los problemas. La pequeña de sus hijas tuvo cáncer con tan solo tres añitos y yo me esperaba ver a la madre afectada. Nada más lejos: Lobna confiaba en que su hija mejorara – al fin y al cabo estaba en La Paz, el mejor hospital – y sus doctores le aseguraban que todo pasaría. En aquella época yo paraba en la acera más a menudo para saber cómo estaba aquella familia. Lobna no perdía su famoso sentido de humor nunca: sí, nos toca llevarla otra vez a tratamiento, sí, es muy difícil para ella, pero todo irá bien, si Dios quiere.
El confinamiento no le gustó nada a Lobna. Su naturaleza tan sociable quedó brutalmente rota, las risas mañaneras se apagaron de repente. No me extrañó que a la vuelta al cole, Lobna tenía más ganas de hablar que nunca: “Cómo están los niños? Y tu marido?”. Una tarde de domingo en invierno, durante las larguísimas vacaciones escolares navideñas, cuando los marroquíes no podían viajar a su país, Lobna, cansada de estar encerrada en una casa pequeña, apareció en el parque con sus “patitos”. A mi sorpresa, en vez de irse a charlar con sus comadres marroquíes, se quedó con nosotros, mientras hacíamos descanso de nuestro partido improvisado de futbol (peques con adultos, conocidos y no-) . Sí, reconocía estar un poco triste por la separación de su familia, ya que en Pozuelo no tenía a nadie. Pero había que esperar, con paciencia.
Cuando nos vio volver al juego, miró con un gran interés. Le pregunté: “Lobna, quieres jugar con nosotros?”. No hacía falta esperar la respuesta – con sus ropas y su hiyab, Lobna estaba corriendo detrás de la pelota, chutando, defendiendo y, por supuesto, pasándoselo en grande. Igual que nosotros. Recuerdo nuestra felicidad de compartir juego con una mujer marroquí que disfrutaba del deporte al aire libre, a pesar de todos los impedimentos que le supondría la ropa poco adecuada para correr y saltar.
Desde entonces, nuestras relaciones eran cada vez mejores. Yo paraba para hablar con ella, ella hacía una pausa entre la compra y la puerta del súper. Antes de la Navidad, le pillé a Lobna en vuelo, no tenía buena cara. El marido tenía cáncer y estaba en el hospital. Me preocupé mucho por él, aunque no lo conocía en persona. Ella entendía que lo suyo podría acabar de dos maneras, no se sabía. Me quedé con ganas de llamarla en Navidad.
En enero nos vimos y Lobna quería mucho contarme algo. Yo pregunté por el cáncer y ella dijo con un tono muy raro, que él muy bien, recuperado, pero ella tiene dolores porque él la golpeó hace dos días. En realidad, “casi me mata”, me confiesa. Me contó todos los detalles de aquella vez, como esquivó un cuchillo, como los niños atemorizados lloraban en el salón y como la maravillosa vecina que tiene avisó a la policía, que finalmente “me salvó la vida”. Aquel día nos quedamos en la calle en frente de su casa mucho tiempo. Yo escuchaba la historia desconocida para mí, sobre los 14 años de malos tratos que el terrorista de su marido le había dado, sobre todo lo que aguantó ella para no ser vista como una “mala mujer” (buena significa la que no se queja). Pero Lobna tenía claro que aquel día casi fue su fin y había que romper el círculo vicioso. Se vio desbordada por la ayuda que le brindaron diferentes autoridades: orden de alejamiento, ayuda financiera, servicios sociales, psicóloga para ella y los niños…Hasta me van a dar divorcio, aunque él no quiera! Repetía sin parar que ya ha dejado de sufrir y tener miedo, que por fin empezaba a vivir, que quería seguir viva, aunque sola, que aquel hombre nunca estaba contento con nada y nunca ella le importaba, solo para una cosa…
Me preocupaba el grado de alejamiento que podía tener su agresor, sabiendo que la familia de él vivía en el mismo barrio. Pero Lobna dijo que seguramente estaba en Móstoles y que a ella no le importaba, él ya no vendría a molestarle más. La vi muy segura y confiada. Me dio las gracias por el apoyo, porque no todo el mundo se lo daba. Le dije que aquí en España íbamos a cuidar de ella y que menos mal que le ha tocado vivirlo en un país que se toma en serio la lucha contra ese terror machista. La abracé, le ofrecí toda mi ayuda. Lobna me parecía una heroína. Muchas mañanas no podía ni intercambiar con ella mucho más que un saludo, porque ella ya andaba muy ocupada, entre los psicólogos y todos los que le ayudaban.
La última vez que la vi fue el martes, un día antes. La mañana soleada invitaba a charlar. Lobna estaba pletórica, con una tablet en la mano, envuelta en un estuche precioso estilo japonés, corriendo a su sesión de psicoterapia. Con gran alivio en la voz y una ilusión que le desbordaba, me contó que esta semana le quedaba el último día del juicio del divorcio y que ya se libraba de todo aquello. Empezamos a hablar de la guerra en Ucrania y Rusia (“Cómo están tus padres?”- Lobna sabía que los míos vivían cerca del conflicto), de la pena que le daban los niños escondidos en el metro, de la guerra, del peligro de Rusia, de Argelia y hasta del Sahara Occidental. Con Lobna se podía tener conversaciones muy interesantes, porque era una chica muy despierta, muy inquieta y muy abierta al mundo. Su sonrisa serena y segura, en aquella esquina inundada de flores rosas de un árbol primaveral, es mi último recuerdo de ella. Resplandeciente.
También me dijo que viendo las noticias de la tele no podía seguir con las de la violencia machista. Le daban mucho miedo, porque ella lo había vivido. Le dije que tiene que cuidar su salud y su bienestar, bastante ha vivido ya. Me hubiera quedado más tiempo hablando, pero no quería que llegase tarde a su sesión, así que la despedí con muy buenos deseos para su nueva vida.
No sabía que le quedaba poco más de un día.
Un hombre amargado, enfermo, posesivo e incapaz de aceptar que ella no quería seguir aguantando las palizas cada vez que él estaba frustrado, nos la arrebató al día siguiente.
Lobna, mujer valiente, te queremos. Tu sonrisa resplandeciente siempre estará con nosotros.
Amelia