Quien nunca haya escrito, tire la primera piedra
Tiempo ha que el Diario el País publicó un artículo de Leila Guerrero (el cual no leí hasta muy recientemente) titulado “Los escritores y su primer libro”. Creo que este tipo de retrospectivas resultan muy útiles para casi todo el mundo porque la sociedad contemporánea, que alaba y glorifica a quienes alcanzan el éxito en cualquier actividad o profesión, sea deportiva o artística, sólo suele mostrar la foto del triunfador en su cumbre, rodeado de loas y parabienes, dejando en la sombra los a menudo duros y repetidos esfuerzos que esa persona ha debido ejercer para llegar a la meta que se propuso.
Es así como, por ejemplo, Antonio Muñoz Molina, cuenta que cuando un editor leyó su primer libro “llamó para decir que le había gustado, fue un impacto tremendo porque yo estaba habituado a que nadie me hiciera caso”. “¡Nadie!” Y lo dice un tío de reconocido talento. Muy sensatamente, el escritor reconoce que “es una lección de humildad, porque hay mucha gente con mucho talento que no llega a nada, o llega a mucho menos.
Y los hay que han acumulado durante años rechazo tras rechazo. Por ejemplo, según cuenta el argentino Marcelo Figueras, en 1992, publicó El muchacho peronista. “Todas las críticas fueron más o menos buenas, excepto la de Clarín –recuerda-. Era atroz. Mi siguiente novela, El espía del tiempo, es de 2002. Diez años me duró el trauma”. Pues menos mal que, incluso tras aquél impacto, en algún momento volvió a reunir fuerzas y esperanzas para volver a emborronar cuartillas.
Pues si los escritores noveles (casi todos los españoles, reconozcámoslo, igual que pintores, poetas y hasta “un poco psicólogos”) que en algún momento se vieron, se ven o se verán atacados por el gusanillo de la literatura no supieran a través de las confesiones de los consagrados los rechazos a los que debieron sobreponerse estos maestros, no sabemos si se animarían a emprender esa verdadera carrera de obstáculos en la cual la mayoría no llegan a la meta por más que se esfuercen. Como decían dos de los apartados de la Ley de Murphy: “Nada es tan fácil como parece” y “Todo lleva mucho más tiempo del que usted imagina”.
Claro que mientras se llega (o no) a la meta, hay una cierta compensación en gozar a tope de la inocencia y de la esperanza. Pues aunque muchos dejarían cortarse una mano por verse publicados, cuando tu primer libro abre los ojos al mundo, tus sentimientos cambian de una forma que según dice Daniel Alarcón “Son parte de perder la inocencia. Uno ya no vuelve a tener la sensación de escribir solo para uno mismo, sin pensar en la crítica ni en los lectores”. Tu hijo ya no es tuyo, sino del público.
Con todo, piensa que si triunfas (o no) el hecho te puede trastornar para bien (o para mal) la vida, como le sucedió al argentino Pedro Mairal al publicarse su novela “Una noche con Sabrina Love”: “Se vendieron 20 mil ejemplares, estaba en las librerías, en los kioscos. Me reconocían los taxistas. Fue arrasador. Era una máquina de mercadeo puesta al servicio del libro, pero una máquina. Sentí que tenía que recuperar el silencio, hacerme invisible. Como si todo eso me quedara grande. Así que estuve cinco años sin publicar”. En fin, la consecuencia lógica de que si no sabes dónde vas, lo más probable es que acabes en otra parte.
Y, peor aún. Que si triunfas (o no) te veas en situaciones tan surrealistas como la que le sucedió a Mariana Enríquez cuando le publicaron su obra Bajar es lo peor. “Fue atroz. Me llevaban a programas de televisión bizarros, un periodista me preguntó si yo estaba con la línea de los escritores autorreferenciales o narrativistas, y yo no tenía idea de qué era eso, entonces di una respuesta muy ignorante: “Bueno, me gustan las dos”.
¿Y qué? Y nada. Como dice uno de los lectores en su comentario, es un “excelente artículo, aunque parece demostrar que al margen del buen talento, si nadie te presenta a nadie, o no conoces a nadie, ya puedes esperar un auténtico milagro”. ¿Y qué? Y nada, que la vida no regala nada a nadie. Hace ya más de una década se editó un libro (¿Ves, a veces sucede) donde se preguntaba a más de 200 escritores de todo el mundo “¿Por qué escribe usted?”. Había tantas respuestas como respondedores, pero una gran mayoría denunciaban el vicio de escribir como una absoluta necesidad. Borges decía “Escribo para responder a una urgencia, una necesidad interior”. Y Bruce Chatwin “Escribir es como una droga. Si en ciertos momentos escribir crea una tensión insoportable, la depresión por no escribir es mucho peor”. Y en un arranque de sinceridad, George Orwell, quien confesó escribir “Por egoísmo, por parecer listo, por ser recordado después de muerto; por la belleza en las palabras y su acertada combinación”. Y Ana María Matute, al reconocer “Nunca estoy menos sola que cuando estoy sola escribiendo, nunca estoy más viva que cuando escribo”.
O sea, en suma porque no quieren ni pueden hacer otra cosa. Y, amigo, sobrevivir y triunfar (o no) tiene un alto precio. Que se lo digan a Reinhold Messner cuando escaló 14 cumbres de más de 8.000 metros sin oxígeno. Hay que estar dispuesto a entrenarse subiendo montañas a la carrera portando una mochila llena de piedras. Y las piedras de los escritores están en el mundo editorial, no en el literario.
Escritor en ciernes: No te desanimes, que es peor. No leas al comentarista del artículo que demuele (con razón) las más tiernas esperanzas que hayas podido albergar cuando dice con amarga ironía: “Me ha parecido entender que la mayoría de ellos lograron publicar por enchufe, ¿no?” Si, hijo, sí. Como casi todo en este país.
Abelardo Hernández