¿Qué síndrome de diógenes padeces? Yo, al literario
Este fin de semana me he dedicado a ejecutar un zafarrancho de limpieza y orden en mi modesto despacho. He quitado una abundante cantidad de polvo que habían acumulado muchos de mis libros. Y me he dado cuenta de que con más frecuencia de lo imaginado, quienes nos dedicamos a ejercer el insano oficio de plumillas y juntaletras sufrimos una especial variante del síndrome de Diógenes. Ya saben: ese desorden del comportamiento consistente en acumular gran cantidad de objetos de las más variadas procedencias… Compulsión que no permite deshacerse de ninguno de los objetos coleccionados por muy miserable que sea su apariencia o manifiesta su absoluta inutilidad y que crece y crece hasta dejar convertido al practicante de tan curiosa adicción en un simple basurero a los ojos del resto de la sociedad.
(Por cierto, nadie sabe por qué a este síndrome se le dio el nombre de Diógenes puesto que este ilustre filósofo griego (412 a.C.- 323 a.C.) predicaba, según la Wikipedia que “Los honores y las riquezas son falsos bienes que hay que despreciar. El principio de su filosofía consistía en denunciar lo convencional y oponer a ello su naturaleza. El sabio debe tender a liberarse de sus deseos y reducir al mínimo sus necesidades”. Es decir, todo lo contrario a la actuación de estos acaparadores crónicos).
No creo que a nadie se le haya ocurrido intentar clasificar a dichas personas según su área de actividad o su “hobby” favorito. Pero, por poner un ejemplo, todos conocemos a algún ejemplar de Diógenes aficionado al bricolaje, que por nada del mundo es capaz de tirar un tornillo oxidado, un bote de pintura medio vacío o un listón de madera porque “quizá algún día me puedan hacer falta”. Y claro, el mismo criterio es aplicable a ciertos talleres absolutamente repletos de montones de máquinas y herramientas que nunca se utilizan, miles de cajitas conteniendo las piezas más variadas e impensables, trozos de cables, tubos de pegamento aplastados y tornillos, tuercas, arandelas y demás en cantidad tal que podrían levantar una segunda Torre Eiffel o construir un Jumbo 747.
Y aunque somos los tíos quienes peor fama tenemos como acumuladores de cosas viejas e inservibles, que nadie se coma de vista a la dama diogénica típica. Sí, esa que guarda botones, cremalleras, vestidos, pasamanería, bordados, insignificantes ovillitos de lana o fragmentos de telas, todo ello, evidentemente, porque “¿qué sucedería si un día lo necesito?”.
Más actual aún es el síndrome del Diógenes informático. Según nos informan en una página titulada precisamente Limpiezas Diógenes “Gracias a la tecnología, cada vez podemos almacenar más información en chips diminutos. Esta posibilidad hace que existan personas obsesionadas con guardar absolutamente todo lo que pueden, cosa que ven en internet, cosa que descargan, llenándose de basura digital. Archivos duplicados, fotos y videos irrelevantes, documentos innecesarios todo va directo al disco duro de la computadora y borrarlo es una decisión imposible de tomar”. Lógico a más no poder. Por eso te acabas comprando otro disco duro externo de al menos 2 terabytes.
No sé si habrá algún avisado lector que a estas alturas haya reparado en cómo muy finamente el autor de estas líneas está eludiendo prudentemente el tema que inició, esto es, el vicio secreto de quienes (mal)vivimos escribiendo.
Pero ya es hora de confesarlo: Mi pasión secreta, la que ha estado a punto de convertirme en un Diógenes de las letras son los libros, que bueno, en realidad se extiende a todo lo que tenga que ver con la escritura. Lo cual incluye revistas, cuadernos, agendas, bolígrafos, rotuladores, estilográficas… En fin, ya está claro por dónde van los tiros.
Y aquí retomo el tema de la limpieza y ordenamiento de mi modesta biblioteca que yo, con el desmesurado optimismo que me caracteriza, creí poder finalizar en el corto tiempo del fin de semana. Por supuesto que tengo cientos de libros que he leído una y otra vez. Otros que nunca he llegado a leer y que cuando los hojeo me pregunto inocentemente cómo y por qué fue posible que llegaran a mi poder, porque ahora me resultan infumables. Y todos, los leídos y releídos y los jamás leídos comparten mi compasión por el tiempo que llevan en sus estantes, el cual se refleja en la hermosa capa de polvo que acumulan. Me gustaría decirles a todos que les agradezco infinito los inconmensurables servicios que me prestaron a lo largo de los años. Que fueron objetos de consulta, de aprendizaje y de placer. Les pediría -aunque quizá sea pedir demasiado- que no sientan celos de mi PC, de mi ebook, de mi tablet ni, sobre todo, de Google y la Wikipedia, que ahora tantas y tantas veces los suplantan.
También me ha resultado significativo el cambio que mis intereses han experimentado con los años. Si bien hace mucho tiempo me interesaron sobremanera el amplio repertorio de los temas paranormales, lo cierto es que dicha preferencia ha ido menguando lenta pero inexorablemente. Curioso, porque no es porque haya dejado de creer en que existan en nuestro universo muchas y quizá más fantásticas más posibilidades de las que es capaz de abarcar el estrecho campo del intelecto y del conocimiento humano. Pero la ausencia de pruebas comprobables y fiables ha debilitado mucho mi interés acerca de estas misteriosas áreas. Como decía el gran Asimov, es muy difícil construir una ciencia cuyos cimientos se basan sobre todo, no en pruebas físicas que se puedan estudiar en un laboratorio y sí en testimonios cuyo grado de fiabilidad es siempre muy dudoso. De forma que muchos de esos libros han dejado ahora amplios huecos en mis estanterías.
También he podido comprobar cómo nuestros prejuicios en ciertos campos han dejado su impronta en nosotros. Por ejemplo, he observado que aún conservaba varios libros y enciclopedias sobre historia, arte o cultura… que eran auténticos ladrillos. Malos, aburridos y seguramente inexactos. ¿Por qué, se puede preguntar cualquiera, a veces tales volúmenes ocupan en nuestras librerías un espacio que no merecen? Sencillo: porque estamos impregnados de unas creencias que consideran a los libros y a la cultura en general como vacas sagradas, y por tanto, intocables. Y si mamá o el profe no nos dejaban siquiera escribir notas sobre un libro… qué clase de horrendo pecado sería tirarlo a la basura? Pues no. He soportado la diogenemanía, el prejuicio cultural, y he tirado bastantes de tales peñazos a la basura. Mejor dicho, al contenedor de papel, en ese honrado y ecológico gesto que todos hacemos benévola y gratuitamente para que algunas empresas de reciclaje se forren.
En fin. ¿Tú eres una de esas personas que mantiene un orden y limpieza escrupulosos en todo tu entorno personal y que cada dos por tres llevas a cabo una aniquilación completa de todo lo sobrante? Bien, bien. Ya te encontrarás con la horma de tu zapato cuando necesites un nuevo cuaderno y no hayas guardado aquellos tan prácticos que usabas en la universidad, “por si acaso un día podías necesitarlos…”
Abelardo Hernández