El Fantasma de El Torreón oyó, en el Pasillo del Infierno, la jugada política clave que la alcaldesa se ha marcado con la reforma de los viejos cascos de Centro y Estación

Al fin llegaron el otro día los mandamases de Madrid. Ni que decir tiene que fue un desembarco en toda regla: jefes, subjefes, ayudantes de los jefes ayudantes de los subjefes, conductores y responsables de protocolo. Todo un ejército, sin duda.
Y se consiguieron alcanzar los objetivos previstos: recibimiento entusiasta, muchos abrazos, muchos besos, rueda de prensa, fotos a doquier. ¡Por favor que nadie se quede sin ella!, porque ya se sabe que siempre conviene satisfacer los egos mundanos, y, en esto de la política abundan, y suelen ser muy grandes. No hay que ser sino estar. ¡Y que, además, se vea!
Pasaron por fin unas horas desde el feliz acontecimiento y, cuando ya había atardecido, me volví a introducir por “el pasillo del infierno”. Estaba muy tranquilo. Pocas luces iluminaban los despachos y su mayoría estaban vacíos. Se había producido una desbandada general. Tan solo se adivinaba ciertos movimientos al final, pero eso sí, lentos y tranquilos, ¡no se presagiaba tormenta!
Agucé el oído todo cuanto pude y, como lo tengo finísimo, pude escuchar a través de las paredes una voz que provenía del principal despacho de la infernal zona:
-¡Bueno, al final no me ha salido la cosa nada mal!
La voz se detuvo un momento y continuó:
–¡Ha sido una jugada maestra!
-¡He conseguido callar a los de la izquierda, siempre tan pesados con esto de los cascos!
Aprecié el sonido de una puerta al abrirse, y ya pude oír el soliloquio sin apenas esfuerzo:
–¡Ahora la patata caliente la tiene el gobierno de la nación, que es de los suyos!
-¡Si sale adelante, me pongo una medalla!
-¡Y, si no lo sacan adelante, la culpa la tendrán ellos y no yo!
-¡Ah, … y dinerito nuestro, … poco, muy poco!
Pude escuchar una franca risa.
Una figura se acercó con fastidiosos pasos hacia donde me hallaba y, presto, me aparte a un lugar un poco más discreto. Noté su presencia cerca de mí. Fue solo un instante. Se alejó y se paró frente al ascensor mientras balbuceaba:
–¡Lo que me fastidia es que ahora tengo que aguantar la pesadez esa de comité ejecutivo del partido!
¡Sobre todo, porque no lo presido yo!
¡A ver si esto cambia pronto de una vez!
¡Cuánta lucha, madre mía!
Asomado a una ventana, pude ver como la figura salía por la puerta de “la Casa”, bajaba torpemente los escalones y ya una vez en la plaza, comenzó a caminar hacia la plaza del Padre Vallet. No tarde en perderla de vista, pero seguí imaginándome su recorrido.
Un recorrido que, pudiera ser, finalizaba en la calle de Las Flores.
Don Agustín “El fantasma del Torreón”