El poder absoluto corrompe absolutamente
La actualidad nos muestra tantas facetas que a veces es difícil elegir qué temas comentar. Pero hay uno -que constituye una de mis obsesiones- que es ni más ni menos que EL PODER en todas sus manifestaciones.
Y es claro que corrompe. Una demostración muy sencillita consiste en echar un vistazo sobre la historia pasada y presente. Enseguida comprobaremos que en su inmensa mayoría los individuos que más poder han detentado han sido también algunos de los monstruitos más cualificados de la Humanidad. A bote pronto recordamos insignes destructores tales como Alejandro Magno, Julio César, Napoleón, Hitler, Atila o Gengis Kan. En el mundo del crimen destacan figuras como el Chapo Guzmán o el famoso Pablo Escobar. Pero incluso en esa lista que todos los años publica la revista Forbes citando a los tipos más ricos del mundo, seguro que no pondríamos la mano sobre el fuego para expresar nuestra más absoluta seguridad de que todos ellos han logrado su fortuna por medios absolutamente legales y transparentes.
Pero no imaginemos que el poder hace de las suyas única y exclusivamente en las altas esferas. Qué va. Si como ha sucedido estas últimas fechas leemos el atentado terrorista sucedido en Manchester, vemos las primeras imágenes del yihhadista que ha perpetrado semejante crimen y recordamos que según nos han repetido los expertos, aunque se ha dicho que engrosan sus filas entre jóvenes marginales, habitantes en barrios pobres de las grandes ciudades, estudios más amplios parecen mostrar que estos terroristas no ostentan un perfil definido y pueden pertenecer a cualquier estrato social.
Pero es evidente que si actúan así significa que no se consideran totalmente integrados en las sociedades donde viven y se sienten apartados y marginados, razón por la cual parece fácil que una hábil propaganda les lleve a elegir su pertenencia a una organización grande y poderosa que les presta su fuerza, la importancia de su identidad (¡un combatiente de la Guerra Santa!) y que se llega a convertir en algo tan fuerte en su imaginación que son capaces, como demuestran constantemente, de sacrificar su propia vida para el triunfo de la sagrada causa. De forma que actúan así porque necesitan más poder que son incapaces de conseguir por medios lícitos.
¿Sabéis en cierta forma a quienes me recuerdan estos pobres desdichados? Pues a esa gente cuya loca actuación suele tener lugar con cierta frecuencia en los EEUU. Los sucesos que nos cuentan sobre un tipo joven o maduro que un buen día, sin un motivo aparente que lo justifique (¿podría existir algún justificante?) agarra una potente arma automática y se lía a tiros indiscriminadamente contra sus vecinos, los compradores de un supermercado o sus compañeros de Universidad que pasean pacíficamente por el campus. Y yo tengo grabado en la memoria un detalle aparentemente insignificante. Cuando posteriormente alguien encuentra el diario de ese chico o habla con uno de sus amigos íntimos, se tropieza con una confesión íntima del chaval que nos indica -nunca mejor dicho- por dónde van los tiros. “¿Qué se creen, que no soy nadie? Ya verán: dentro de poco, todo el mundo hablará de mí”. Es decir, la amarga confesión de su propia insignificancia. Igual que en el caso del terrorista, que el mundo entero, siquiera sea fugazmente, sepa que ÉL existe, es tan importante como para haber perdido la vida en el cruce de disparos con la policía.
Por extraño que os parezca, no puedo resistir la tentación de ampliar estas reflexiones sobre el poder a esa serie de terribles asesinatos de mujeres a manos de sus parejas o exparejas que han tenido lugar en estos últimos tiempos.
Ya sé que se ha estudiado con frecuencia el perfil psicológico de asesinos y maltratadores de mujeres. Pero a mi parecer, se ha olvidado un detalle fundamental. Son unos Don Nadie, o así al menos se consideran ellos. Quizá no tengan muchas posesiones materiales, pero su absurdo razonamiento les convence de que sus íntimos -su mujer, sus hijos- son únicamente suyos: les pertenecen. Y cuando los maltratan aunque saben que están cometiendo un acto ilegal, en su fuero interno se consideran absolutamente facultados para ello. ¿No es cierto que cada uno tiene el poder de hacer lo que quiera con lo que es suyo?
Y lo mismo diría de otras dos clases de crímenes execrables: la violación y la pederastia. Que pese a lo que se crea, no son delitos que persigan una perversa satisfacción sexual. Ambas son formas corruptas de ejercer el escaso poder de estos individuos contra una persona más débil o más indefensa. Sin duda el violador no se considera con los suficientes recursos como para emprender una relación por los cauces normales. Parecería que lo mismo sucede con el abusador de un niño o una niña, que apenas podría defenderse del asedio de un adulto, ni, en último extremo, de la violencia contra ellos ejercida.
No nos faltan ejemplos en la crónica de cada día para ver al poder tratar de imponerse llevando a sus máximos grados la consigna de “tanto tienes, tanto vales”. Vista la corruptela que se ha extendido como un verdadero cáncer sobre buena parte de la clase política, uno se pregunta si la mayoría de los encausados no tenían bastante con el nivel de vida del que ya gozaban antes de sus delitos. Lujosas viviendas, coches de gama alta, vacaciones en lugares caros y exóticos, disfrute de caros y selectos menús en restaurantes de lujo… ¿Valía la pena para tener más el perder todo lo logrado, el riesgo de acabar en chirona y entrar y salir de los juzgados con la cabeza baja, y la gente gritando a tu alrededor “¡chorizo, sinvergüenza!”?
Pues sí, a ellos sí les valía la pena. Otros que tal bailan: gentecilla moralmente desechable que sufren una autovaloración tan, tan baja, que necesitan montañas de oro para cubrir su pobreza y su ineptitud. Sólo pueden aumentar su valor, no llevando a cabo acciones valerosas, sino aumentando sus rentas… cosa que como vemos no consiguen equilibrar nunca.
Cuentan de Franco que no le interesaban particularmente el dinero ni los objetos materiales. Lo cual, si es cierto, le sería debido a que con disfrutar de su omnímodo poder le bastaría para sentirse satisfecho. Lo cual demuestra las mil caras del poder.
Seguiremos en otro momento. Pero no quiero acabar sin manifestar un cierto temor que me generan esas proposiciones de auto ayuda que llegaron con aquella tanda de promesas que componían lo que iba a ser el amplio mosaico de “La Nueva Era”. “Tú podrás lograr en esta vida todo lo que te propongas con la suficiente intensidad”. Lo cual sabemos que es una falacia del tamaño de una catedral. ¿Y cuando alguien se sienta muy muy frustrado por no tener el poder que te anunciaban los augurios, qué podría hacer para que al menos el mundo sepa que él existe? Pues ojalá que no ponga en marcha ninguno de los dudosos métodos que acabamos de enunciar.
Por favor: Usa tu poder, poco o mucho, con realismo y con equidad. Y créeme, no ya por el daño que puedas causar al objetivo de tus maniobras, sino por el que te puedas provocarte a ti mismo.
De nada.
Abelardo Hernández