Por favor… ¡Haz que me importe!
Recuerdo perfectamente que cuando era un niño, los chicos nos reuníamos en la calle (sí, entonces era posible hacerlo sin peligro) y si uno de los compas había visto una buena peli, se sentaba en el centro de un círculo que todos los demás formábamos en torno a él, y el chaval intentaba con su mejor intención y una voluntariosa mímica transmitirnos a todos las emociones que él había sentido en la butaca del cine sentado frente a la milagrosa pantalla. Recordando el enorme interés que generaban en mis tales relatos, años después me di cuenta de que estábamos reproduciendo el modelo primitivo de la tribu y sus narradores de cuentos e historias.
¿Y qué te importa todo esto a ti? Pues quizá mucho.
¿Crees que tú, persona normal, necesitarías mejorar tus habilidades en la comunicación? Antes de responder, imagina si aquél puesto de trabajo al que optaste, lo habrías conseguido habiendo sido brillante en la entrevista personal o en la presentación de tu currículum. O si en el banco te habrían concedido más fácilmente el préstamo que les solicitaste si les hubieras convencido con argumentos más convincentes. O quizá si ese chico o chica que tanto te gustó, habría accedido a tener una cita contigo si hubieras logrado ser más brillante en esos pocos minutos decisivos donde se gestan el “sí” y el “no”.
Hace un cierto tiempo leí un artículo en el País Semanal, escrito por Gabriel García de Oro titulado “No lo explique: ¡Cuéntelo!”, cuya temática ya tenía ganas de comentar. “Cuando no existían las empresas, ni las marcas, ni los psicólogos, y solo había hogueras y humanos alrededor, ya hacíamos uso del arte de la narración para transmitir valores, ideas o proyectos. Es lo que ahora se conoce como storytelling (narración, en inglés)”, dice García de Oro. Y ¿cuál sería la diferencia para nuestro interlocutor?
Pues según nos explica, cuando tú llevas a cabo una simple enumeración de datos, el cerebro de tu “víctima” lo registra y, simplemente, trata de entenderlos. Pero si los haces formar parte de una historia, el panorama se amplía enormemente, pues en la mente de la persona que te escucha asocia lo que le cuentas con sus propias vivencias experiencias y sentimientos. Estás ocupando un área mayor en su cerebro, y como está demostrado, de este modo hay muchas más probabilidades de que tu oyente recuerde tu narración y los hechos importantes que en ella has insertado.
García de Oro nos habla también de un inteligente, aunque no popular, personaje llamado Andrew Stanton. Un genio que ha sido el guionista de películas de Pixar tan inolvidables como Toy Story, Wall-E, o Buscando a Nemo. Estos filmes supusieron una gran novedad y un tremendo impacto en el tratamiento de las historias de dibujos animados que hasta el momento habían contado con el favor del público. Entre otras muchas cosas Stanton nos cuenta una destacada premisa “Quizá sea el mandamiento más grande de la narrativa. Por favor, ¡haz que me importe! En lo emocional, en lo intelectual, lo estético…, haz que me importe. Y todos sabemos qué es lo que no nos importa.”
Y nos puede importar usando las herramientas más insospechadas. Por ejemplo, Stanton habla en un vídeo que forma parte de las interesantes conferencias TED, el desafío que supuso hacerlo en un film tan delicioso como Wall-E, aquél gracioso robotito de limpieza que carga y traslada inútilmente toneladas de residuos en una Tierra devastada, y su romance con la encantadora Eva, una robot de alta tecnología procedente de una nave espacial donde los supervivientes de la especie humana viven una existencia lujosa y automatizada, pero a falta de plantas y otros seres vivos de los que nuestro reseco y calcinado mundo carecía.
El enorme mérito de Wall-E es cómo mantiene nuestro interés y nuestra ternura pendientes de esos seres inhumanos a través de una mímica que apenas necesita diálogos. En cierto modo, un recuerdo del viejo cine mudo donde necesitábamos imaginar más que comprender.
Y ni siquiera ese es un precedente de mantener el interés constante y atento hacia el desarrollo de una historia. ¿O es que nadie se acuerda ya de la maravillosa Sherezade? Mil y una historias, mil y un cuentos que lograron que el interés del Sultán por las narraciones de la bella fuera superior a la promesa expresada de acabar con su vida.
Sin olvidar a otros maravillosos contadores mucho más antiguos como son (y fueron) los sufíes, los místicos del Islam, gran parte de cuya enseñanza se puede asimilar a través de los cuentos de un singular personaje, -el Mulá Nasrudin- sabiamente recopilados por el maestro contemporáneo Idries Shah. Cuentos que no son para ser leídos una vez, pues no deben ser comprendidos, sino repetidamente saboreados hasta que revelen sus últimos y más profundos significados. Como garantía de su calidad, digamos que desde hace siglos han tenido una audiencia que para sí quisieran las modernas producciones, habiéndose extendido desde Mongolia hasta Turquía por países como Egipto, Siria, Irán, naciones de Asia central, Pakistán, la India, Turquía o Rusia, llegando incluso hasta el sur de Italia.
Para acabar, permítaseme una aportación personal más. Cuando mis hijos eran pequeños y pasábamos las vacaciones en el pueblo, por la noche después de cenar, yo reunía a los niños con sus primos y otros amiguitos frente a una ardiente chimenea, y de nuevo encarnábamos a los protagonistas de un tipo de narración tradicional tan vieja como la propia Humanidad.
Y no será políticamente correcto, pero si no lo cuento reviento: las narraciones con las que los críos más disfrutaban hasta el extremo de haberse negado -medio muertos de sueño- muchas veces a acostarse, eran verdaderas historias de miedo. Y no, no tenían pesadillas.
Abelardo Hernández