Aplaudir durante cuatro minutos la aprobación de la ley de Eutanasia en el Congreso define a los representantes de una sociedad enferma, sectaria y estúpida ante los problemas reales
Los cuatro minutos de aplausos, en el Congreso, por la aprobación de la ley de Eutanasia, me hicieron ver de nuevo que esto es una sociedad enferma, y no de sectarismo, que también, sino de simple estupidez. No hace falta más que mirar las caras de muchos de los aplaudientes para ver que no les falta mucho para que les sea aplicada la ley que ahora aplauden, pero, en general, esos aplausos son una muestra de la cándida insensatez de los aplaudidores, la misma que afecta a sus votantes.
Parece como si los progresistas y comunistas no fuesen a quedarse sin trabajo cuando le hagan un ERE en su empresa. Ya, ya sé que a los del Congreso no, por eso están ahí. Pero a quienes los han puesto con su voto sí. Y les puede afectar la pandemia mal gestionada; o la pobreza de la depresión a que nos lleva este gobierno; o les pueden okupar su piso cuando se vayan de vacaciones… si es que alguna vez pueden irse, gracias a sus votados; o les pueden quemar el coche los pacíficos manifestantes, entre los que quizás estén ellos mismos; o, cuando enfermen gravemente, alguien podrá decidir que sobran o que cuesta caro mantenerlo, y a lo peor incluso es un fascista asqueroso el que lo hace, porque si es progresista la cosa es más llevadera.
Todo esto me ha recordado lo que escribí en marzo del año pasado, y que compruebo que también vale para las circunstancias actuales. Por eso lo envío de nuevo:
“Veo en algunos correos y en la mayoría de los medios de comunicación que hay gentes que todavía intentan justificar la inepcia (incapacidad, torpeza, impericia, inutilidad) de este Gobierno. Esa constatación me ha recordado algunos argumentos de antiguas conversaciones filosóficas en las que se defendía que el mal no existe, sino la ausencia de bien. Según aquellos teóricos, alguien que hace el mal, por ejemplo un asesino, no pretende hacer el mal sino que busca lo que él considera un bien. Otra cosa es que la búsqueda de su bien constituya un daño irreparable para los demás.
¿Qué tiene esto que ver con el mal gobierno y sus justificantes? Creo que ahí puede estar la base de todo. En realidad no son malos. Es que son así de dañinos, independientemente de lo que signifique para los demás. Por eso, la única solución es hacer lo posible para que dejen de buscar su bien, o al menos lo hagan en la intimidad, sin repercutir sobre la sociedad.
Claro que eso me lleva a otro pensamiento: quizá haya tantos que se sientan personificados en la mentira, en la ambición desmedida, en la negación de hechos evidentes, en la satisfacción de obediencias a consignas y no a razones, que estén perfectamente representados y éste sea su gobierno ideal, aunque tenga el sentido de la verdad y del honor donde las luciérnagas la luz.
Ya se sabe que la democracia es el predominio de la mayoría, no del razonamiento, y, por tanto, si la mayoría se siente identificada con esos que en realidad no son malos, qué le vamos a hacer.
Es posible que sean los mejores líderes si es que la mayoría de la sociedad está realmente vacía de ideales, y no sólo lo parece.
Quizá sean los mejores líderes para una sociedad genocida que ya le está poniendo a sus mayores la estrella amarilla del desecho a eliminar, y acepta la muerte para sus casi nacidos con la impasibilidad del que se cura una herida en el pie, cosas que piensan que a ellos nunca les va a pasar.
Posiblemente sean los mejores líderes para unas gentes capaces de aceptar cualquier cosa, incluso el engaño, siempre que vean que se lo digan en una consigna y no tengan que pensar mucho.
Pero me cuesta pensar en tanta mayoría irresponsable viendo las respuestas personales a la desgracia epidémica que nos aflige.
Seguiré pensando que la verdad, la justicia y la libertad están por encima de ambiciones y frases vacías, aunque me resignaré a no verlas reflejadas en la sociedad mayoritaria que me ha tocado vivir.
Y como no soy partidarios de escritos anónimos, firmo con mi nombre: Alfredo Vílchez, de setenta y tres años acostumbrados a pensar libremente, y por ambas cosas, edad y pensamiento, miembro activo de los posibles desechos sociales, aunque me gustaría que en vez de una estrella amarilla nos pusieran algún distintivo más elegante”
Alfredo Vílchez Díaz, historiador y poeta pozuelero