La peste ha vuelto… aunque, en realidad, nunca se ha ido y el brote de Madagascar lo certifica. Un artículo del doctor Juan José Granizo
Oír hablar de la peste en el siglo XXI es como volver a una espantosa pesadilla medieval.
Pero, a pesar de lo que pudiéramos pensar, la peste nunca se ha ido.
En agosto se ha declarado un nuevo brote de peste en Madagascar. Aunque parece que ya está controlado, se ha llevado la vida de 128 personas. Unos 1200 pacientes se han salvado gracias al tratamiento antibiótico. Muchos más habrían enfermado de no haber sido por las eficaces medidas de control.
Pero el caso de Madagascar no es único: entre 2010 y 2015 hubo 3248 casos en todo el mundo, 514 de ellos mortales.
La peste ha ocasionado tres grandes pandemias a lo largo de la Historia: la primera ocurrió en el siglo VI (la “peste de Justiniano”). La más famosa fue la del siglo XIV (la famosa peste negra) y -la última- entre 1855 y 1918, aunque esta no afectó a Europa. En el viejo continente sufrimos los últimos brotes a principios del siglo XIX, pero en Estados Unidos se declaró el último brote en 1924 y sigue habiendo casos esporádicos (en 2015 se detectó un caso contagiado por un perro doméstico).
La causa de este mal es una bacteria denominada Yersinia pestis, en honor a Alexandre Yersin, un bacteriólogo franco-suizo que la identificó por primera vez en 1894 trabajando para el Instituto Pasteur.
La peste es una zoonosis, es decir, una enfermedad de animales, que eventualmente puede afectar a humanos.
Su reservorio habitual son los roedores, entre los que destaca la rata común. Estas son infectadas por la picadura de las pulgas que pueden tener Yersinias en su intestino. También se pueden afectar animales domésticos y mascotas, sobre todo gatos, perros y conejos.
La mayor parte de los roedores infectados mueren y la pulga busca un nuevo huésped al que puede transmitir la enfermedad…y ese huésped puede ser humano.
En las personas la enfermedad puede adoptar tres formas clínicas diferentes: la peste bubónica, la peste septicémica y la peste neumónica.
Cuando las bacterias son inoculadas por la picadura de la pulga, éstas invaden el torrente linfático, siendo retenidas en los ganglios linfáticos. Allí las bacterias proliferan ocasionando una aparatosa hinchazón de los mismos: son los bubones. Esta peste bubónica es la más común y la menos contagiosa. Sin tratamiento, el enfermo fallece a los 3-5 días en un 30-60 % de los casos. Con antibióticos la mortalidad es menor del 5%.
Cuando la bacteria se disemina a través de la sangre, se produce la forma septicémica. Ocasiona gangrenas y grandes hematomas por rotura de los capilares y fracaso de la coagulación. El color violáceo oscuro del tejido gangrenado y de los hematomas es por lo que también se llama a esta forma septicémica “la peste negra”. Esta variedad es fulminante y el paciente fallece en pocas horas.
La peste neumónica es infrecuente pero más contagiosa. Se produce por la llegada de las bacterias al pulmón, ya sea inhaladas o diseminadas por la sangre. La sintomatología es la de una neumonía grave y todos los enfermos sin tratamiento mueren en 2 o 3 días. Con él, la mortalidad se reduce a un 35 % aunque en el brote de Madagascar ha sido del 10%.
Desde un enfermo de peste neumónica, minúsculas gotitas de secreciones contagiosas
pueden llegar a una nueva víctima a través de la tos, los estornudos o incluso, hablando. De ahí su alta contagiosidad. Los humanos también podemos infectamos por las secreciones respiratorias de animales enfermos.
El reservorio de la enfermedad son los poquísimos roedores que sobreviven a la enfermedad. Afortunadamente, en Europa no hay ratas ni pulgas portadoras. Cuando se dan las condiciones ambientales adecuadas se produce un brote entre las ratas, que por su alta mortalidad suelen ser autolimitados, pero de vez en cuando, alcanza a los humanos.
Solemos pensar que estas enfermedades son propias de países pobres, pero el pequeño goteo de casos de Estados Unidos demuestra que no es así. Las medidas de salud pública e higiene han conseguido erradicar la enfermedad en Europa, pero el galopante cambio climático está favoreciendo el movimiento de especies animales y bacterianas cada vez más al norte. España está en la primera línea de ese cambio.
Ya hemos hablado en el Correo de Pozuelo de cómo llegó desde África el virus que ocasiona la fiebre hemorrágica Crimea-Congo.
Por otra parte, la rapidez de las comunicaciones aéreas, puede traer a la feliz Europa un enfermo en pocas horas.
Como nos enseñó el Ébola en 2014, la prevención pasa por mejorar las condiciones de vida en los países en desarrollo y estar preparados para todo. En la era de la globalización no hay fronteras para las enfermedades contagiosas. Aunque algunos se empeñen en levantarlas.
Juan J. Granizo, Doctor en Medicina, especialista en Medicina Preventiva y Salud Pública