Homenaje a Isidoro y Pepe Álvarez: El sonido de la construcción de la Plaza de Toros de madera siempre me anunciaba cada año la llegada de las fiestas de Nª. Sª. de la Consolación
La señal era un estrépito de tablones. Una mañana de agosto, el brusco golpear de la madera me despertaba.
Yo era un niño y aquel ruido marcaba el gozoso inicio de la segunda mitad de las eternas vacaciones de estío de una época en la que todavía no necesitábamos huir de la ciudad.
Aquel clamor de la madera anunciaba que ya venían las fiestas. Y con la cara a medio lavar, bajabas corriendo a la plaza para ver aquel montón de enormes tablones de pino que eran arrojados sin ningún orden en el suelo de tierra de la plaza del Generalísimo, que hoy llamamos de la Coronación.
Una brigada de carpinteros organizaba aquel caos y se esmeraba en hacer de aquello una plaza de toros. Una verdadera plaza de toros con sus burladeros y tendidos. La plaza de toros más bonita que he visto y que veré, por que con cada tablón se añadía una célula más a lo que un día sería el corazón de Pozuelo.
Por que durante ocho días, dentro de esos tablones se comía y se dormía, se rezaba y bailaba. La plaza era coso taurino, el sitio de la verbena y el lugar de oración donde una Virgen de blanco se encontraba con sus hijos.
Encajada en mitad del caserío y cerrada al este por el muro de la barbacana, cuando el sol caía, los vencejos volaban sobre ella esquivando la mole seria y vigilante de la torre de la Iglesia.
Entonces era cuando los chiquillos trepábamos por las maderas y estudiábamos los mejores rincones desde donde ver los encierros.
Nos balanceábamos sobre los tablones y corríamos por Ramón Jiménez delante de una imaginaria manada de bravos toros negros despreocupados del tráfico.
Por el día volvían los carpinteros y mientras cuidaba con mi abuela de los geranios del balcón se oían los martillos clavando largos clavos y las sierras recortando las puntas.
La plaza crecía día a día. Aquellos hombres de mono azul conocían el sitio de cada tablón, el ángulo que cada clavo necesitaba y el grosor de todas y cada una de las cuñas. No hacia falta ni proyecto, ni estudio de seguridad. Ni era necesario calcular aforo. En la plaza entraba todo el mundo que fuera capaz de encontrar un hueco.
Y nunca falló un tablón. Para ello no se recurrió ni al talento de Herrera ni al genio de Vitruvio. Los padres de aquel efímero prodigio eran los hermanos Alvarez: Isidoro y Pepe, los carpinteros de la calle Real (hoy Ramón Jiménez) que aprendieron a hacer plazas de toros de su padre, Lorenzo.
A su alrededor bregaban los otros carpinteros del pueblo, solo me acuerdo de Juanito el Esquila y de los hermanos Martín, pero había otros muchos. Todos los que Pozuelo podía dar.
Isidoro nos dejó hace unos años. Pepe aún se aferra a la vida. Cuando llega septiembre y la Virgen entra en la plaza me acuerdo de todos ellos.
De aquellos hombres que sabían ponerle corazón a Pozuelo.
(Pepe Álvarez es el primero de la izquierda. Isidoro Álvarez esta a la derecha del torero)
Juan José Granizo
(Recuerdos de niñez)