En busca de nuestros hermanos extraterrestres
Hace pocas fechas se celebraba, con pocos días de diferencia, el 40 aniversario del lanzamiento de dos sondas espaciales: la Voyager I y la Voyager II. No sólo para muchos de los aficionados a los temas aeroespaciales estas misiones fueron quizá las más espectaculares e importantes patrocinadas por la NASA; también para numerosos hombres de ciencia, incluyendo a varios de los investigadores y técnicos que participaron en el proyecto. Un cierto número de ellos prefirieron rechazar su jubilación con tal de continuar su trabajo, incluso aunque no lleguen a su finalización, allá por el año 2030, cuando los generadores atómicos de las naves consuman todo su combustible. Uno de estos expertos, llamado Enrique Medina, tiene ya 68 años, participa en esa tarea desde 1968, y recientemente declaró al New York Times “No abandonaré a Voyager sino cuando ella deje de existir; o hasta que yo deje de existir”.
¿Qué tenían las Voyager para despertar semejantes entusiasmos? Primero de todo, navegan por una zona del espacio aún desconocida para los humanos. Se encuentran ya a una distancia de unos veinte mil millones de kilómetros de nosotros y siguen volando a cerca de sesenta mil kilómetros por hora. En 1965 los científicos determinaron que se iba a producir un extraordinario alineamiento que sólo sucede cada 175 años. Es cuando Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno se alinean al mismo lado del sol. Así, una nave lanzada en el momento adecuado podría usar la atracción gravitatoria de uno para sumar ese tirón a la propulsión de la nave , salir disparados como con una honda, llegar al siguiente y finalmente al tercero.
Todo salió según lo planeado; mejor aún. Los Voyager obtuvieron fotografías de los planetas gaseosos gigantes del Sistema Solar tan vívidas e impresionantes que incluso hoy su contemplación nos deja sin aliento. También sorprendentes imágenes de satélites como Europa o Titán. Aún recuerdo como uno de los máximos representantes de la NASA en España me contaba que el día anterior a que comenzaran a llegar las primeras imágenes de Júpiter, era un día lluvioso, de cielo cubierto por unas espesas nubes, que podrían debilitar la señal que debería llegar a la gigantesca antena parabólica del Centro de Control sito en la madrileña localidad de Robledo de Chavela. Por fortuna, instantes antes de que comenzara la recepción de aquellas débiles señales de radio, los cielos se despejaron y la información se captó perfectamente. Los dioses que protegen la ciencia (si nos oyen los científicos, nos matan) ese día decidieron mostrarse benévolos.
Hemos de agradecer también que entre los grandes científicos e ingenieros del proyecto, uno de ellos fuera una especie de incorregible soñador, llamado Carl Sagan. Algunas veces se han narrado las aventuras y desventuras, y sobre todo las considerables broncas que se armaban con la administración de la NASA cada vez que Sagan llevaba a cabo alguna iniciativa que sólo con grandes dosis de buena voluntad podía calificarse de “científica”.
Una de ellas fue la del famoso disco de oro que se incluyó en las Voyager, sobre todo teniendo en cuenta la remota posibilidad de que cayera en manos alienígenas, que a su vez dispusieran del acervo tecnológico (y del conocimiento) necesarios para interpretar el mensaje. De todos modos, allá va con sus cientos de sonidos de la Tierra y saludos en 95 idiomas de dirigentes terrestres con mensajes de buena voluntad y cooperación con los posibles ET.
Y menos mal que, dentro de todo, hubo menos problemas que para diseñar la placa que llevó la anterior sonda Pioneer 11, cuyo diseño (también iniciativa de Sagan) dejó tras de sí numerosas anécdotas. En la placa aparecen, entre varios símbolos y diagramas, la silueta de un hombre con su brazo derecho levantado, y una mujer, ambos desnudos. Varias organizaciones feministas protestaron agriamente preguntándose por qué en el dibujo el órgano sexual del hombre era claramente visible, y el de la mujer, no. No menor fue la controversia de la elección del brazo levantado como señal de paz, cuando posteriormente se estableció que para ciertas culturas, ese era un signo claro que expresaba intenciones agresivas y que desataría el ataque inmediato por parte del “amenazado”.
Y para acabar con las genialidades de Sagan, no podemos dejar de citar el “Punto Azul Pálido”, que no es otro que una foto de nuestro planeta visto desde una distancia de seis mil millones de kilómetros. Al parecer, cuando el proyecto casi se estaba cerrando, Sagan se emperró en girar las cámaras de la Voyager en dirección opuesta a la de su marcha y retratar la Tierra perdida como un puntito apenas visible en la inmensidad del espacio profundo. Parece que a las autoridades de la NASA les pareció demasiado peligrosa una maniobra que podría averiar los delicados sensores de la astronave y se negaron a complacerle. Pero nuestro buen planetólogo llegó con su súplica al mismísimo administrador de la NASA, Richard Trury, y como el jefe siempre tiene razón, fue así como Sagan logró su ansiada instantánea, la cual le sirvió como título y portada para un libro que se convirtió (¡sí, la ciencia vende si se explica con claridad y pasión!) en uno de sus bestsellers.
En fin, para celebrar este hermoso aniversario, la NASA ha enviado con destino a Voyager un tuit que ha sido desvelado nada menos que por el actor William Shatner, conocido por su interpretación de James Kirk, comandante de la nave Entreprise en la saga “Star Trek”.
“Ofrecemos amistad a través de las estrellas. No estás solo”.
Ojalá que nosotros tampoco lo estemos…
Abelardo Hernández