Los niños que nacen ahora quizá nunca morirán
Noticias aparecidas en distintos medios de comunicación nos han informado últimamente de nuevas victorias en la eterna batalla del ser humano contra la vejez y la muerte. Científicos españoles como el investigador de la Universidad de Oviedo, Carlos López-Otín o el español Juan Carlos Izpisúa, en el Instituto Salk de California (EE.UU.) han trabajado con ratones a los cuales, dicho muy resumidamente, reprogramando sus células han conseguido invertir su proceso de envejecimiento de 18 a 24 meses.
Dichos estudios comenzaron hace ya mucho tiempo intentando retrasar la evolución de esa enfermedad que genera una vejez acelerada llamada Progeria, aunque los métodos ensayados hasta hace poco generaban efectos secundarios indeseados como la aparición de cáncer. Lo más esperanzador ha sido que, si bien como sucede habitualmente, los investigadores han extremado su prudencia no queriendo, con mucha razón, generar falsas esperanzas, según López-Otín, “Teóricamente el mismo enfoque podría servir para revertir el envejecimiento en personas mayores. De hecho, los principales hallazgos de este trabajo han sido validados y extendidos en células de individuos sanos de edad avanzada”.
Haría falta remontarse hasta épocas remotas para tropezarnos con los primeros intentos del Hombre por lograr prolongar la juventud retrasando así la inevitable llegada de esa misteriosa entidad envuelta en negros ropajes que con su afilada guadaña siega nuestras vidas. ¿Quién no ha oído hablar del viejísimo Matusalen bíblico? “Fueron, pues, todos los días de Matusalén novecientos sesenta y nueve años; y murió”, dice el Antiguo Testamento. Pese a su fama universal, los textos bíblicos aseguran que algunos otros célebres personajes alcanzaron igualmente similar longevidad, pues Noé llegó a vivir 950 años y Adán 930. Al parecer, la misma cólera divina que provocó el Diluvio Universal redujo las esperanzas de la vida humana. “Que sus días -dijo Jehová- sean ciento veinte años”.
Más tarde, llegada desde Oriente, la Alquimia, titubeante precursora de la Química moderna, intentó prolongar nuestra existencia, sin necesidad de intervenciones divinas, pero sí con manipulaciones a medio camino entre la ciencia y la magia. Es ahí donde nacen los conceptos de la Piedra Filosofal, y su asociado, el Elixir de la Eterna Juventud. No hay pruebas de que aquellas estrafalarias mezclas lograran elevar nuestra esperanza de vida, pero sí en reducirla. Pues aquellos compuestos, tóxicos cuando no explosivos sí que deberían haber incluido la moderna advertencia que dice “No intentéis hacer esto en casa”.
Bastantes años después, la febril búsqueda se traslada al recién descubierto Nuevo Mundo. El explorador español Juan Ponce de León, descubridor de la península de la Florida derrocha tiempo, dinero y entusiasmo en su intento de encontrar la Fuente de la Eterna Juventud, supuestamente un maravilloso manantial que a quienes sus aguas bebían o en ellas se bañaban, le era otorgado instantáneamente el don de la inmortalidad. Pero no faltan quienes imaginan que los astutos indígenas propalaban entre los conquistadores rumores como el de dicha fuente o el mítico Eldorado, la ciudad cubierta de oro, para alejar a las milicias española de sus poblados y lograr que los soldados se perdieran o murieran en aquellas inmensas selvas.
El sueño comienza a tomar cuerpo cuando, allá por los años 30 del pasado siglo, se empieza a hablar de los telómeros, misteriosos relojes genéticos que se hallan en los extremos del cromosoma, compuestos por miles de nucleótidos cuya longitud va acortándose a medida que nuestra edad aumenta y finiquitan nuestra vida cuando su tamaño se minimiza. No es fácil manejarlos, y las investigaciones continúan mientras los científicos señalan a otros culpables, tales como los radicales libres que virtualmente nos oxidan como si fuéramos los viejos cascos de hierro de un pecio hundido en el fondo del mar, matarile. Otros nos recomiendan hormonas tales como la melatonina, la cual no carece de posibles efectos adversos.
Tan adversos como las famélicas formas de alimentación que algunos investigadores nos proponen. Vamos, que la única forma de alargar nuestra vida sería convirtiéndola en una constante hambruna con dietas hipocalóricas que logran mantener a ratones hambrientos duplicando casi su esperanza de vida y a individuos con menos de 1.000 kilocalorías diarias cuyo lema podría ser “y para qué vivir tanto viviendo tan mal”.
Pero esta vez parece que va en serio. Y que estamos cerca. Yo he escuchado a algún investigador que, en la total seguridad de que sus hipótesis no pertenecían a la ciencia ficción dijo: “Quizá los niños que están naciendo ahora nunca lleguen a morir”. La meta de tener la inmortalidad en nuestras manos, ¿supondrá alcanzar un sueño… o una pesadilla? Otro día hablaremos de ello. Hasta entonces paciencia, viejitos míos.
Abelardo Hernández
Ilustración: La Fuente de la Eterna Juventud, pintada por Lucas Cranach.